viernes, 23 de septiembre de 2011

La democracia en el patíbulo

El rostro de la democracia en Estados Unidos es ajado. Vetusto y arcaico en su sistema penal, todavía hoy las normas en algunos estados de ese país, el mismo que amamantó la libertad del individuo en la historia contemporánea, son injustas y atacan al propio alma y esencia de esos valores. Ayer mismo exhaló su último aliento de vida tras recibir una inyección letal Troy Davis, un hombre negro de 42 años, acusado de haber asesinado en 1989 a un policía de raza blanca vestido de paisano. Las pruebas contra él no demostraban su culpabilidad: existía un rosario de informaciones contradictorias que no determinaban si Davis cometió el crimen. Aún así, lo ejecutaron.

   EEUU cierra una puerta más a la Declaración Universal sobre los Derechos Humanos. Una derecho supremo que debería ser infranqueable está constantemente amenazado por la América profunda. Estados como Tejas, Georgia o California siguen aplicando penas capitales. Estos graves hechos, más propios de la Santa Inquisición en la Edad Media o en estados totalitarios, encierra un debate sustancial: el derecho a a la vida, ¿debe o no ser inviolable? Dentro del mismo, subyacen otros no menos importantes: ¿Hay o no discriminación racial a la hora de aplicar estas irrevocables sentencias? Si existen dudas, ¿se debe seguir adelante con el proceso hacia el corredor de la muerte?

   Es curioso. Un debate con tantos hilos ni siquiera se ofrecería en Europa. Aquí la cuestión es distinta, centrada más en la posibilidad de implementar en el sistema penal la cadena perpétua. A nosotros, en general, nos horroriza la pena de muerte. En cambio, el 64 por ciento de los estadounidenses lo aprueba como método eficaz de justicia. Existe una creencia extendida que es ejemplarizante, basada en el ojo por ojo: quien  mata debe morir.

   Pero el caso de Davis llega muy lejos. El Tribunal Supremo in extremis rechazó el pasado miércoles el recurso presentado por la defensa del condenado. Y lo hizo sin todos sus jueces presentes, ya que algunos de ellos se encontraban de vacaciones. Resulta repugnante pensar que la vida de este hombre, presunto inocente, dependía de las vacaciones de unos jueces que no estuvieron presentes en una de sus decisiones más controvertidas. Es probable que si el Tribunal hubiese estado al completo, la sentencia final podría haber sido diferente, y quizá Davis viera un nuevo amanecer, y quizá hubiera obtenido un nuevo juicio más justo, y quizá EEUU se alejaría de una práctica tan atroz.

   Soy de los que piensan que si un Estado mata, como lo ha hecho EEUU con Davis, queda a la misma altura que un asesino. Qué mal ejemplo para la sociedad es el asesinato, desposeer de vida a quien la quita. No existe, a mi entender, asesinatos justos. Ni siquiera el de Bin Laden. Nadie derramará una lágrima por la muerte del magnicida, pero mucho me hubiera gustado que le apresaran y que sobre él recayera el peso de la ley. Dicen los expertos en defensa que eso hubiera alentado aún más a Al Qaeda, pero las cosas se deben hacer de otra manera.

   Troy Davis, antes de morir, se dirigió desde su camilla, maniatado, sabedor de la macabra suerte que le esperaba, a la familia del policía asesinado. Les dijo, una vez más, que él no mató a su ser querido. Las pruebas en su contra no eran contundentes; es más, resultaban difusas y ni tan siquiera revelaban que portara el arma homicida. Williams Sessions, antiguo director del FBI y defensor a ultranza de la pena capital, afirmó que quizá la Justicia cometía en este caso un craso error. El expresidente norteamericano Jimmy Carter, también exgobernador de Georgia (estado donde murió Troy Davis), declaró que este sietema era "injusto y obsoleto" cuando es capaz de sentenciar a muerte a un hombre sin pruebas contrastadas.

   Ya dije antes que nuestro malogrado protagonista era negro. Por abrumadora mayoría, los sentenciados a muerte en EEUU son negros e hispanos. No gozan de apenas protección legal y sobre ellos recae la desigualdad judicial. El mensaje es el siguiente: si tienes dinero y puedes defenderte, sorteas el corredor de la muerte; si eres pobre, hispano o negro, no. Este hecho, tan cierto como la vida misma, se reproduce en infinidad de películas de la industria hollywudiense, así como en libros, relatos y trabajos de investigación periodística.

   Me imagino cómo debieron ser los últimos instantes de Davis. Atado a una camilla, rodeado de tubos, cables y agujas, pudo obtener su último movimiento libre a través de sus ojos, los cuales pidieron clemencia hasta su último suspiro. Simbólica e irónicamente en su mismo estado se sigue encontrando la democracia estadounidense: en el patíbulo, en el corredor de la muerte, proclamando, implorando a los cuatro vientos la palabra que nos hace humanos: ¡¡¡libertad!!!

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